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04 septiembre 2006

Agorafobia: la enfermedad de los que no pueden salir del encierro

Un miedo insuperable a salir de casa, a estar solo o entre la gente. Algunos no saben que tienen agorafobia hasta después de muchos años de permanecer recluidos. Aquí, una historia y su recuperación.

“Nunca pude identificar la zona exacta ni definir con precisión la molestia, pero sí lo desagradable que se sentía: una especie de opresión que me dejaba, de golpe, sin aliento. Al principio era más frecuente con la práctica de ejercicios físicos o al realizar algún esfuerzo, pero con el paso del tiempo se repetía a cualquier hora y en cualquier momento: manejando, comiendo, e incluso me sorprendió durmiendo”, relata Silvia Linares Vilarasau, 33 años, española, que vive en Barcelona y es ingeniera química. Así fue, según recuerda, como empezaron los síntomas de su agorafobia, una enfermedad que ella no sospechaba que tenía hasta dos años después, cuando su situación ya le resultaba insostenible.

“La sensación de ahogo era cada vez más intensa y frecuente y con ella, venía el miedo. Había renunciado a mis aficiones (jugar a tenis, pasear a mis perros), incluso me daba pánico subir las escaleras hasta el tercer piso del edificio donde vivía. Poco a poco, pero de forma progresiva, yo misma, incitada por el miedo, ponía obstáculos a mi vida, que se limitaba al trabajo en un pequeño taller familiar y a la lectura”. Silvia, como la mayoría de quienes padecen agorafobia, lo primero que pensó fue que el problema estaba en su cuerpo. “La gente da vueltas por las guardias, ve al médico clínico, al cardiólogo. Cree que es algo físico porque siente sofocación, taquicardia y mareos. Pero la respuesta es siempre la misma: que no tienen nada”, explica Enzo Cascardo, director del Centro IMA (http://www.centroima.com.ar/) y vicepresidente de la Asociación Argentina de Trastornos de Ansiedad.

“Hasta hace un tiempo, desde los primeros síntomas hasta la consulta con un psiquiatra pasaban, en promedio, unos siete años. Ahora es menos, según nuestros estudios, entre uno y cinco años”, explica Cascardo. El encierro que caracteriza la enfermedad es el resultado de evitar, en principio, algunos lugares o situaciones que generan el temor de sufrir una crisis de pánico, hasta que esas evasiones se convierten en regla general y la persona queda limitada a su propia casa. A Silvia, los cerrojos la iban aislando en forma progresiva, primero evitaba salir a la calle sola, hasta que se le hizo imposible hacerlo acompañada. Entonces se recluyó en su casa, pero tampoco fue suficiente para mantenerse calmada.

“La enfermedad iba ganando terreno. Un día estaba sola y empecé a sentir esos síntomas tan molestos. El saber que no había nadie y que empezaba a sentirme tan mal, como si tuviera que sucederme algo muy grave, aumentaba los síntomas. Intenté distraerme pero fue imposible, estaba al límite del desvanecimiento. Desesperada, llamé a mi hermana mayor. Quedarme sola en casa había pasado a ser otro obstáculo”, cuenta Silvia. Después se agregó el miedo a las personas. “No hacía falta que fueran grandes multitudes ni gente desconocida. Cuando nos reuníamos en la mesa para comer mis dos hermanas y mis padres me sentía nerviosa, no podía seguir la conversación ni prestar atención a la televisión. Mis esfuerzos se concentraban en evitar un ataque de pánico”.

La tarde en que no pudo ir al bautismo de su sobrina, Silvia tocó fondo. Hasta tenía un vestido que le habían regalado para la ocasión, pero la impotencia pudo más. Y no sólo no podía participar, además se sentía culpable por “obligar” a su novio a quedarse con ella, porque tampoco podía estar sola. Sentada en el piso de la cocina, se dio cuenta de que le era imposible llevar una vida normal. “Un día que tenía que ser especialmente feliz se convirtió en uno de mis peores momentos. La desesperación me llevó al consultar a un psiquiatra, en noviembre de 2003, casi dos años después de los primeros síntomas. Ese fue el mayor esfuerzo de mi vida y sólo alguien que haya sufrido agorafobia puede valorarlo.”

Recién entonces Silvia supo que tenía agorafobia. Fue de gran ayuda para ella y su familia, porque no solamente había un nombre y una explicación para su padecimiento, también había un tratamiento. Dice Cascardo que la primera visita al psiquiatra es un alivio para el paciente. “Lo primero que se hace es informar al paciente, explicarle que el índice de recuperación para estos casos es altísimo, que en un plazo de meses van a poder hacer lo que no hizo en años. Entonces deja de llorar y aparece una sonrisa”. Las posibilidades de mejorar son buenas, no mágicas. Hay que encarar una terapia cognitivo-conductual y farmacológica, y, según Cascardo, en un promedio de cuatro meses la calidad de vida mejora muchísimo.

Además de conquistar sus primeras victorias en el tratamiento, que implica afrontar las situaciones de temor, Silvia sintió la necesidad de escribir sus experiencias. Dos años después, eso se convirtió en un libro que espera publicar en breve. “Lo escribí mientras me recuperaba, no después, y en él cuento todas las estrategias que la enfermedad me obligó a aprender para superar mis salidas en el mismo momento que me enfrentaba a ellas”. Ese libro para Silvia cristaliza el éxito de su recuperación y espera que a otros pueda mostrarles la luz al final del camino.

“Ahora me siento muy bien, recuperé completamente mi independencia y hago todas mis salidas sola. También trabajo con absoluta normalidad, viajo en auto, y nunca me siento acechada por el miedo. Llevo un tiempo largo en el que ya no necesito tomar ansiolíticos para superar mis salidas y no siento ninguna dependencia. Yo misma me puse a prueba hace unos tres meses: viajé sola en avión, pasé unas horas en un centro comercial bastante concurrido, comí allí mismo y compré sin ningún síntoma extraño”.

Gardelonline

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